2/12/09



EL VIEJO TITERE

Mario era un viejo bonachón que vagaba de pueblo en pueblo con su pequeña familia de muñecos, desde niño vivió inmerso en el mundo del teatro ambulante de sus padres, que recorrían todos los rincones de España escenificando cuentos y leyendas, éste con el paso del tiempo adivinó su vocación más profunda, la de titiritero; disfrutaba de aquí para allá por su espíritu libre y nómada, y destacaba en él poderosamente su don de gentes y jovialidad, que le conferían una naturaleza de artista idónea para cautivar las fantasías, sonrisas y asombros, tanto de niños como de mayores.


Para forjar su deseo creó con mucha paciencia e imaginación un repertorio de cuentos propios, y en función de éstos, ideó su pequeña familia de títeres, el primero en nacer fue Don Moncho, un títere apuesto y elegante, que unas veces resultaba ser un galán conquistador de mozas, como señor de un reino e incluso caballero en busca de justicia; tras de si apareció la dulce Gimena, una muñeca bella y delicada siempre doncella de sus cuentos agazapada entre hadas y príncipes azules. Más tarde vio la luz Toñete, un pequeño títere de aspecto algo desaliñado, muy simpático y pícaro, que a veces nos deleitaba como mancebo aplicado, ladronzuelo o paje; por último, nació de las habilidosas y amorosas manos de Mario la pequeña María, una muñeca de aspecto frágil y rostro risueño que despertaba una ternura sin igual, siempre tenía papeles tristes y secundarios de niña huérfana, desamparada, limosnera, etc. Mario la tenía un profundo cariño y a menudo ansió transformarla para que tuviese un merecido protagonismo en los guiones, pero la marcha del tiempo y la merma de fuerzas le vencieron, y jamás escribió nuevos cuentos para ella.
Sus cuatro títeres eran toda su vida, una vida llena de innumerables recuerdos, de lugares y gentes, de noches frías y calurosas, de caminos bajo las estrellas, de inusitadas e insospechadas anécdotas, pero siempre abrigado del fulgor del amor de sus amados muñecos.

Tan solo una vez en su vida éste se planteó cambiarla, fue cuando se enamoró perdidamente de Eloisa, una joven pasiega de un pueblo montañés de Santander, que conoció en una de sus funciones, la joven apareció una tarde sentada sobre la hierba expectante ante su función, un brillo irradiaba chispeante en su ojos mientras Gimena se abrazaba a Don Moncho en un acto final de amor. La muchacha era toda gloria, candidez y belleza y pronto quedó cautivada por el cálido titiritero y su comparsa de cuentos y títeres, Mario repitió su repertorio en aquel pueblo hasta la saciedad, con la intención de alargar su estancia hasta atreverse a pedir la mano a los padres de la muchacha.

Aquellos accedieron felices a dar la mano de su hija porque Mario era un hombre maravilloso y entrañable, en verano éste prometió volver para casarse y establecerse en la montaña y formar un hogar, quedaron por tanto felizmente comprometidos hasta su enlace en el estío.

Transcurridos tres meses él regresó al pueblo montañés acompañado de sus padres, cargado de mucho amor, ilusión e impaciencia por celebrar las nupcias, pero a escasos metros del sendero de la aldea, un anciano le dio la trágica noticia de la muerte de Eloisa por unas fiebres. Aquél infortunio dejo a Mario sumido en una gran tristeza durante años, pero con el tiempo y mucho coraje y siempre lleno del calor de sus títeres y el público, se sobrepuso al dolor.

La pasada noche le vi por última vez, fui a despedirme porque a la mañana siguiente iba camino del sur, en busca de inviernos menos crudos como las aves, le noté cansado y algo torpe porque observé que su mano algo temblorosa no atinaba a coser bien un faldón descosido de Gimena, charlamos con avidez de sentimientos y pensamientos como acostumbramos hace veinte años, la primera vez que le vi yo era tan solo una niña de nueve años, que fascinada de su ilusión me acerqué a tocarle suponiendo que era una especie de mago (y os prometo que así lo creo todavía), desde entonces comenzó una gran amistad y admiración.

Cada vez que viene por estos parajes al final del día de función, bajo la tenue luz de su carromato, aprovechamos para saber de nuestras últimas aventuras, pero siempre acabamos la velada acariciando a los títeres mientras me cuenta sus hazañas con ellos, si María se cayó y se rompió un dedo y el arreglo no ha quedado del todo bien, si Don Moncho se está haciendo viejo porque está perdiendo pelo, si el pequeño Toñete tuerce un ojo, etc. También ellos se resienten de los años y el ajetreo de tantos viajes, pero fieles como perrillos eternos no desaparecen de sus ojos la ilusión del primer día de su existencia al lado de Mario.

Le abracé con fuerza porque en estos últimos años en el fondo de mi corazón temo no volver a verlos jamás, me prometió que se cuidarían mucho y, que tal vez pronto escogerían un rincón para establecerse los últimos años de vida, le anime a quedarse aquí, en este pueblo que como en otros tantos sé que son muy queridos y bienvenidos, y me aseguró pensarlo. Me despedí de todos ellos con el fervor de verlos pronto pasado el invierno.

Al caminar hacía casa tuve la necesidad de volver porque sentí una profunda preocupación y tristeza, quería insistirle en quedarse en el pueblo a su regreso, al acercarme oí a Mario y los títeres hablar entre ellos, me produjo una emoción tremenda y una punzada de soledad en el corazón, mis ojos se empañaron de inmediato de lágrimas, tal vez fuesen ellas las autoras de mi alucinación cuando al descorrer con cuidado el cortinaje encontré sobre la mesa a mi viejo amigo hecho títere rodeado de sus muñecos que le abrazaban.

Silenciosa retrocedí sobre mis pasos y marché a casa con los ojos llenos de felicidad.